- 15 Ene 2025
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En un pequeño pueblo mexicano llamado San Miguel, la llegada de noviembre significaba una cosa: la Fiesta de los Muertos. Desde que era niña, Ana había esperado con ansias este momento del año. Era una celebración que combinaba el amor, la memoria y la alegría, un tiempo en el que las almas de los seres queridos regresaban para estar con los vivos.
Ana se despertó temprano el 1 de noviembre, su corazón latiendo con emoción. Las calles estaban adornadas con coloridos altares, conocidos como “ofrendas”, llenos de flores de cempasúchil, calaveras de azúcar y las fotografías de aquellos que habían partido. Su abuela, Doña Rosa, siempre decía que el cempasúchil guiaba a los espíritus con su vibrante color y su aroma inconfundible.
—¡Ana! Ven, ayúdame a preparar la ofrenda —gritó Doña Rosa desde la cocina.
Ana corrió hacia ella. Juntas, comenzaron a arreglar el altar familiar. Colocaron las favoritas de su abuelo: pan de muerto, un dulce tradicional, y un vaso de tequila, porque él siempre decía que la vida se celebraba mejor con un trago en la mano. Mientras trabajaban, Doña Rosa compartía historias sobre cada uno de los difuntos que honraban.
—Tu abuelo solía bailar en esta época del año, —dijo la abuela, sonriendo con nostalgia—. Decía que los muertos se alegran cuando los vivos celebran.
Esa noche, el pueblo se iluminó con luces de colores y la música tradicional resonó en cada esquina. Ana se unió a sus amigos en la plaza, donde bailaban al son de mariachis. La risa y el bullicio llenaban el aire, pero en su corazón, Ana sabía que también era un momento de reflexión.
Cuando la luna estaba en su cenit, Ana y su familia se reunieron en el patio para recibir a las almas. Encendieron velas y ofrecieron flores, creando un camino dorado para guiar a los espíritus. Ana miró hacia el cielo estrellado y cerró los ojos, deseando sentir la presencia de su abuelo.
De repente, una suave brisa acarició su rostro, y Ana sintió que no estaba sola. Era como si el amor de sus ancestros envolviera el lugar, recordándole que la muerte no era un final, sino una continuación. En ese instante, comprendió que la Fiesta de los Muertos era más que una tradición; era un acto de amor que mantenía viva la memoria de quienes habían partido.
Así, con su corazón lleno de gratitud, Ana celebró la vida, el amor y la herencia de su cultura, sabiendo que, aunque los cuerpos se fueran, las almas siempre estarían presentes en sus recuerdos y en cada fiesta que se celebrara en San Miguel.
Ana se despertó temprano el 1 de noviembre, su corazón latiendo con emoción. Las calles estaban adornadas con coloridos altares, conocidos como “ofrendas”, llenos de flores de cempasúchil, calaveras de azúcar y las fotografías de aquellos que habían partido. Su abuela, Doña Rosa, siempre decía que el cempasúchil guiaba a los espíritus con su vibrante color y su aroma inconfundible.
—¡Ana! Ven, ayúdame a preparar la ofrenda —gritó Doña Rosa desde la cocina.
Ana corrió hacia ella. Juntas, comenzaron a arreglar el altar familiar. Colocaron las favoritas de su abuelo: pan de muerto, un dulce tradicional, y un vaso de tequila, porque él siempre decía que la vida se celebraba mejor con un trago en la mano. Mientras trabajaban, Doña Rosa compartía historias sobre cada uno de los difuntos que honraban.
—Tu abuelo solía bailar en esta época del año, —dijo la abuela, sonriendo con nostalgia—. Decía que los muertos se alegran cuando los vivos celebran.
Esa noche, el pueblo se iluminó con luces de colores y la música tradicional resonó en cada esquina. Ana se unió a sus amigos en la plaza, donde bailaban al son de mariachis. La risa y el bullicio llenaban el aire, pero en su corazón, Ana sabía que también era un momento de reflexión.
Cuando la luna estaba en su cenit, Ana y su familia se reunieron en el patio para recibir a las almas. Encendieron velas y ofrecieron flores, creando un camino dorado para guiar a los espíritus. Ana miró hacia el cielo estrellado y cerró los ojos, deseando sentir la presencia de su abuelo.
De repente, una suave brisa acarició su rostro, y Ana sintió que no estaba sola. Era como si el amor de sus ancestros envolviera el lugar, recordándole que la muerte no era un final, sino una continuación. En ese instante, comprendió que la Fiesta de los Muertos era más que una tradición; era un acto de amor que mantenía viva la memoria de quienes habían partido.
Así, con su corazón lleno de gratitud, Ana celebró la vida, el amor y la herencia de su cultura, sabiendo que, aunque los cuerpos se fueran, las almas siempre estarían presentes en sus recuerdos y en cada fiesta que se celebrara en San Miguel.