SilviaGuitierrez
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- 15 Ene 2025
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El sol brillaba con intensidad aquel sábado de primavera, iluminando el paisaje exuberante que rodeaba el pequeño pueblo en el que Silvia (Este soyYo
) y mi mejor amigo, Lucas, vivían. Para nosotros, aquel día tenía un propósito especial. yo había despertado temprano, con un entusiasmo que no podía ocultar, y convenció a Lucas de emprender una aventura en la montaña cercana (Peña Oroel ). Para ambos, apasionados de la naturaleza, era la oportunidad perfecta de desconectarse y empaparse de la belleza al aire libre.
Equipados con mochilas llenas de bocadillos, botellas de agua y una cámara lista para capturar recuerdos inolvidables, comenzaron su ascenso. El sendero estaba rodeado de flores silvestres que se balanceaban con el viento, creando un contraste vibrante contra el verde intenso de los campos. El aire era fresco y limpio, llenando sus pulmones con cada paso. Podían escuchar el canto de los pájaros, que parecía contar historias mientras los acompañaba en su recorrido. Clara, con ojos curiosos, avistó una mariposa que danzaba entre las flores. “¡Mira, Lucas! ¡Es preciosa!”, exclamó mientras enfocaba su cámara para inmortalizar el momento.
A medida que avanzaban, el sendero se transformó en un terreno más escarpado y rocoso. La pendiente se volvía desafiante y cada paso requería más esfuerzo. Lucas, aunque siempre dispuesto, comenzó a sentir los estragos de la subida. “Silvia,” dijo entre jadeos, “¿seguro que debemos continuar? Aún falta mucho para la cima.”
Yo, con una sonrisa alentadora y a pesar de sentirse también agotada, respondió con determinación. “Un poco más, Lucas. Te prometo que la vista desde arriba será espectacular.” Sus palabras llenas de optimismo lograron motivarlo, y juntos siguieron escalando con renovada energía.
Finalmente, tras un gran esfuerzo, alcanzaron la cima. El paisaje que se extendía ante ellos era una obra maestra de la naturaleza. Colinas ondulantes cubiertas de flores coloridas se desplegaban hasta donde la vista lograba llegar. El cielo, pintado de tonos celestes y pinceladas de nubes, parecía un cuadro perfecto. Yo me tomó una profunda respiración, cerró los ojos por un momento, y sintió una conexión única con el entorno. “Esto es más de lo que imaginé,” murmuró, asombrada. Lucas, a su lado, se quedó en silencio, dejando que la grandeza de la vista hablara por sí misma.
Decidieron extender una manta sobre la hierba para disfrutar de un picnic improvisado. Entre bocados de sándwiches y risas compartidas, recordaron travesuras de la infancia que los hicieron reír sin poder contenerse. Yo, observando a Lucas con una mirada cálida, se dio cuenta de lo importantes que eran esos momentos juntos, lejos de las prisas y el ruido de la vida diaria.
Tras la comida, decidieron explorar un poco más. Encontraron un arroyo cristalino que serpenteaba alegremente entre las rocas, donde los rayos de sol se reflejaban y creaban destellos que parecían diamantes. Lucas, con una chispa de diversión, propuso un reto. “Apostemos quién puede cruzar de piedra en piedra sin caer al agua.” Yo aceptó el desafío con una sonrisa traviesa, y pronto ambos estaban saltando entre las rocas, riendo como niños, mientras esquivaban salpicaduras.
El sol comenzó a teñir el horizonte de tonos dorados y naranjas, señalando el final de su aventura. Durante el descenso, aunque sus piernas estaban cansadas, sus corazones se sentían ligeros y llenos de felicidad. “No hay nada como esto,” dijo, mirando a Lucas con una expresión de serenidad.
Él asintió, sonriendo. “Definitivamente deberíamos hacerlo más a menudo. Esto no solo nos conecta con la naturaleza, sino también el uno con el otro.”
Cuando finalmente regresaron al pueblo, con las luces de las farolas encendiéndose mientras caminaban por las calles tranquilas, se llevaron consigo la certeza de que esa aventura había creado un recuerdo único. Las risas, la belleza de la montaña y la fortaleza de su amistad quedarían grabadas para siempre en sus corazones, y la promesa de nuevas aventuras estaba apenas a un paso de distancia.
Silvia Gutiérrez

Equipados con mochilas llenas de bocadillos, botellas de agua y una cámara lista para capturar recuerdos inolvidables, comenzaron su ascenso. El sendero estaba rodeado de flores silvestres que se balanceaban con el viento, creando un contraste vibrante contra el verde intenso de los campos. El aire era fresco y limpio, llenando sus pulmones con cada paso. Podían escuchar el canto de los pájaros, que parecía contar historias mientras los acompañaba en su recorrido. Clara, con ojos curiosos, avistó una mariposa que danzaba entre las flores. “¡Mira, Lucas! ¡Es preciosa!”, exclamó mientras enfocaba su cámara para inmortalizar el momento.
A medida que avanzaban, el sendero se transformó en un terreno más escarpado y rocoso. La pendiente se volvía desafiante y cada paso requería más esfuerzo. Lucas, aunque siempre dispuesto, comenzó a sentir los estragos de la subida. “Silvia,” dijo entre jadeos, “¿seguro que debemos continuar? Aún falta mucho para la cima.”
Yo, con una sonrisa alentadora y a pesar de sentirse también agotada, respondió con determinación. “Un poco más, Lucas. Te prometo que la vista desde arriba será espectacular.” Sus palabras llenas de optimismo lograron motivarlo, y juntos siguieron escalando con renovada energía.
Finalmente, tras un gran esfuerzo, alcanzaron la cima. El paisaje que se extendía ante ellos era una obra maestra de la naturaleza. Colinas ondulantes cubiertas de flores coloridas se desplegaban hasta donde la vista lograba llegar. El cielo, pintado de tonos celestes y pinceladas de nubes, parecía un cuadro perfecto. Yo me tomó una profunda respiración, cerró los ojos por un momento, y sintió una conexión única con el entorno. “Esto es más de lo que imaginé,” murmuró, asombrada. Lucas, a su lado, se quedó en silencio, dejando que la grandeza de la vista hablara por sí misma.
Decidieron extender una manta sobre la hierba para disfrutar de un picnic improvisado. Entre bocados de sándwiches y risas compartidas, recordaron travesuras de la infancia que los hicieron reír sin poder contenerse. Yo, observando a Lucas con una mirada cálida, se dio cuenta de lo importantes que eran esos momentos juntos, lejos de las prisas y el ruido de la vida diaria.
Tras la comida, decidieron explorar un poco más. Encontraron un arroyo cristalino que serpenteaba alegremente entre las rocas, donde los rayos de sol se reflejaban y creaban destellos que parecían diamantes. Lucas, con una chispa de diversión, propuso un reto. “Apostemos quién puede cruzar de piedra en piedra sin caer al agua.” Yo aceptó el desafío con una sonrisa traviesa, y pronto ambos estaban saltando entre las rocas, riendo como niños, mientras esquivaban salpicaduras.
El sol comenzó a teñir el horizonte de tonos dorados y naranjas, señalando el final de su aventura. Durante el descenso, aunque sus piernas estaban cansadas, sus corazones se sentían ligeros y llenos de felicidad. “No hay nada como esto,” dijo, mirando a Lucas con una expresión de serenidad.
Él asintió, sonriendo. “Definitivamente deberíamos hacerlo más a menudo. Esto no solo nos conecta con la naturaleza, sino también el uno con el otro.”
Cuando finalmente regresaron al pueblo, con las luces de las farolas encendiéndose mientras caminaban por las calles tranquilas, se llevaron consigo la certeza de que esa aventura había creado un recuerdo único. Las risas, la belleza de la montaña y la fortaleza de su amistad quedarían grabadas para siempre en sus corazones, y la promesa de nuevas aventuras estaba apenas a un paso de distancia.
Silvia Gutiérrez